El fantasma del fundamentalismo
Cada vez es más preocupante la identificación que se hace
entre religión y fundamentalismo. Un proceso que en algunos lugares como en
nuestro país, o más aún en nuestras iglesias evangélicas, parece ya imparable.
Tanto es así, que las personas que no comparten los principios
fundamentalistas, son vistos como creyentes que se han dejado arrastrar por las
ideas y las formas de vivir de su entorno, o directamente como falsos
cristianos.
En el libro Cristianismo y Liberación[1],
Juan Martín Velasco nos recuerda que el fundamentalismo es sólo una forma
determinada de cristianismo, que aparece como resistencia a la modernidad y a
las consecuencias que esta trae consigo. Y es que a finales del siglo XIX
ocurren una serie de cambios, en el conocimiento humano y en la sociedad, que
producen un fuerte impacto en la visión que tradicionalmente había tenido el
cristianismo: aparece una nueva forma de ver la realidad, la historia y la
moral gracias a los descubrimientos científicos, la primacía de la razón, el
evolucionismo, la secularización de la sociedad…
Algunos cristianos ante esta
nueva situación, apostaron por dialogar con la modernidad e inculturar su fe a
las circunstancias que les tocó vivir. Pero otros, los fundamentalistas, cerraron
filas ante lo que denominaron “recta doctrina”. Si los primeros creyeron
necesario responder a las nuevas preguntas y los nuevos retos para que el cristianismo siguiese diciendo
algo a la sociedad en la que vivían, los segundos tuvieron miedo de perder la
identidad y actuaron a la
defensiva. Se replegaron y se dedicaron a afirmar verdades
absolutas que les permitiesen vivir más tranquilos.
Es en estas circunstancias que en
julio de 1920, el periódico neoyorkino The Watchman-Examiner, pone por
primera vez nombre a este movimiento que cree vivir en un mundo hostil, que se
siente amenazado y que necesita por tanto, definir su identidad con toda
precisión: “Proponemos aquí y ahora que se adopte un nuevo nombre para
designar a las personas que entre nosotros insisten en que no sean cambiados
los puntos de referencia...que sean llamados Fundamentalistas...cuando utilice
este término lo entenderé como un elogio y no como un insulto”.
Si nos aproximamos a este movimiento observaremos que no
es monolítico, que en realidad deberíamos hablar de fundamentalismos, ya que en
él encontramos desde grupos que han decidido alejarse de la sociedad, con el
proselitismo como único medio de relación con el entorno, a las corrientes
selectivamente tradicionales y selectivamente modernas. Estas últimas, en mi
opinión son las que están más presentes en nuestro país. No rechazan todo lo
producido por la modernidad, sino que escogen aquellos elementos que les pueden
permitir alcanzar la influencia sociopolítica que desean.
Las características de los
fundamentalismos son muchas, pero me gustaría resaltar tres de ellas por la
significación y la relevancia que han adquirido en nuestro país.
La primera, apuntada
anteriormente, es el intento de presentar a los creyentes que no comparten sus
puntos de vista como cristianos no auténticos. Una división entre cristianos
verdaderos, que son únicamente los que afirman sus principios, y aparentes,
contaminados por el liberalismo, el modernismo o el relativismo. Para saber si
un cristiano es verdadero debe, por un lado, afirmar lo que el fundamentalismo
ha establecido como “recta doctrina”,
y por otro, tener un nuevo nacimiento que lo separe completamente de los que no
lo han hecho. La búsqueda de una experiencia en que basar su fe, que no deje
lugar a la duda.
La segunda, la lectura literal de
la Biblia, que es inerrable no sólo en cuestiones teológicas, sino también
históricas y científicas. Absolutizarla hasta ponerla en lugar de Dios mismo,
confundiéndola con él. Una especie de idolatría bíblica en la que el lector
fundamentalista aparece como un adorador neutro sin ningún tipo de
condicionante. Algo paradójico si tenemos en cuenta que los distintos grupos
fundamentalistas hacen lecturas diferentes, e incluso contradictorias, de los
mismos textos. Unas diferencias que se presentan como no esenciales: “En ciertas cosas podemos interpretar
distinto, pero en las fundamentales tenemos que coincidir”. Evidentemente
ellos nos explican cuales son estos puntos fundamentales y como deben ser
creídos y afirmados. En el fondo, creo que no deja de ser una utilización de la
Biblia para defender los propios puntos de vista, presentándolos como divinos.
Y por último, estos grupos se
presentan como portadores y defensores de la verdad. Una verdad sin
condicionante alguno, una verdad absoluta que se deriva de la revelación que
ellos encuentran en la
Biblia. Ya no hay fe, no hay confianza del creyente, no
existe el riesgo de creer: ahora hay seguridades, verdades. Ya no es necesario
buscar, no hay lugar para la
duda. La verdad que ofrece el fundamentalismo es una
anestesia para los que se sienten incapaces de dar respuesta al complejo mundo
donde vivimos. El cristianismo entendido como un conjunto de personas, al que
unos cuantos van guiando y controlando con la verdad que poseen.
Ante todos estos movimientos, que
parecen tener claras todas las cosas, que nos muestran a un Dios tan humano,
que nos hacen preguntarnos si no están hablando de ellos mismos, creo que
deberíamos hacer hincapié en el Dios trascendente y en el ser humano real.
Explicar que aunque son necesarias las imágenes que nos hacemos de Dios, es
absurdo presentar cualquier imagen de Dios como definitiva y verdadera. Afirmar
todas las veces que sea necesario que el Dios que nos reveló Jesús, respeta la vida
y la realidad del ser humano. Una vida y una realidad que no quiere someter
sino liberar. Y por último advertir que la consecuencia del fundamentalismo, es
la opresión del ser humano por parte de un ídolo que el hombre mismo ha
construido a su imagen y semejanza.
[1] Tamayo J.J. Cristianismo
y liberación. Homenaje a Casiano Floristán. (Madrid; Editorial Trotta,
1996), pp. 271-293.
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