Yo vengo de un silencio
Me siento muy
identificado con la letra de la canción “Jo
vinc d’un silenci[1]”
del cantautor valenciano Raimon. Cada vez que la escucho, ya los primeros versos
me retrotraen a experiencias que he vivido como homosexual, o que han tenido
otras personas ltgtbi que he conocido: “Jo
vinc d’un silenci antic i molt llarg de gent que va alçant-se
desde el fons dels segles…” (Yo
vengo de un silencio antiguo y muy largo de gente que va levantándose desde el
fondo de los siglos…). Una experiencia que tiene como fundamento, el silencio, pero
no un silencio escogido, sino impuesto por una red invisible, a veces, de
normas y tabúes que nos dejaron bien claro en muchos momentos de nuestra vida,
que lo mejor que podíamos hacer era mantenernos callados.
Mi
primer silencio tenía su razón de ser en la imposibilidad de encontrar palabras con
las que expresar lo que sentía. No existía un discurso que me permitiese verbalizar
que me pasaba y porqué mi cuerpo se comportaba de una determinada manera,
cuando se suponía que tenía que hacerlo de otra. Más que un descubrimiento de
la propia sexualidad, mi adolescencia, como la de muchas otras personas, fue un
mar de confusión y de falta de referencias. A este primer silencio le siguió un
segundo, puesto que cuando ya fui capaz de decirme a mí mismo que me ocurría, no
tenía ningún referente con el que poder sentirme identificado. Además,
cualquier posibilidad de exponer en público mis sentimientos, para compartirlos
con las personas que estaban viviendo lo mismo que yo, hubiese chocado con la
homofobia de mi entorno, que evidentemente percibía con claridad. Si no quería
ser tratado como un maricón, era mejor no decir quien era el compañero de clase
por el que perdía la cabeza. Si no quería hacer sufrir a mi familia evangélica,
era mejor no aclararles que yo era uno de esos hombres a los que les gustaría yacer
con otros hombres. Un silencio al que hoy sé, me condenaba una sociedad
homófoba, y por el que más tarde esa misma sociedad me llamó mentiroso.
Cuando,
tras más de un acto heroico, decidí ir saliendo del armario; mi vida fue invadida
por una profunda esquizofrenia, producida por la tensión constante de saber si
estaba en un espacio en el que podía ser yo mismo, o en otro en el que debía
mantenerme callado. Incluso la situación podía complicarse si esos dos espacios
coincidían en algún momento. Por poner un ejemplo: comportarme como un heterosexual
con mis amigos, mientras les presentaba a mi pareja, para quienes evidentemente solo “era un amigo”. Finalmente, los
silencios más complicados de abandonar, fueron aquellos en los que me jugué ser
rechazado por las personas que siempre habían formado parte de mi vida: amistades
íntimas, personas con las que tantas cosas había compartido en la iglesia, y
como no, mi familia. Y para ser sincero, pude verificar con bastante dolor que la
homofobia no me engañaba cuando me advertía que mejor me mantuviese callado si
no quería perder gente a la que quería. Aunque a día de hoy, y después de varios
años de todo aquello, me alegro de haber decidido abandonar ese silencio que me acompañó desde la adolescencia, y que me hubiese impedido tener la vida que hoy disfruto. Llegar a tener una vida normalizada y satisfactoria, cuesta más si eres
homosexual, pero es posible. Y lo que es más importante: por mucho que te acompañen
personas a las que quieres, pero que te rechazarían si supiesen quién eres, aquello
que hay tras el silencio, no es vida.
Después
tuve que enfrentarme al silencio de las buenas personas, ese que casi me creí,
y que me decía que lo que yo tenía con mi pareja, formaba parte de nuestra
intimidad, que no hacía falta que todo el mundo lo supiese. El espacio público
solo admitía un discurso, el de la heterosexualidad, ellos y ellas si que
podían expresar constantemente que eran heterosexuales, mientras que yo, lo
tenía que hacer solo en la intimidad. Las iglesias más progresistas eran inclusivas,
pero en silencio, cualquier acto público era evidentemente heteronormativo. Recuerdo
por ejemplo que el día de mi boda, hace ahora diez años, en la iglesia se nos
quería impedir que hiciéramos fotos, e incluso se nos pidió que identificáramos
a los invitados con algún elemento visible para dejarles entrar en el templo.
Se trataba de ser discretos, porque si hay algo que tiene que ver con las
personas homosexuales, es el silencio. Pero no solo en la iglesia, también en
mi entorno laboral, una vez una compañera me comentó que al alumnado no le
importaba si yo era gay o no, a lo que yo le contesté que todo ese alumnado
sabía que ella era heterosexual y eso hasta ahora no había supuesto un problema
para nadie.
Si
hay algo que imposibilita cualquier silencio para una pareja homosexual, es
tener hijas. Esa es la verdadera razón por la que las organizaciones homófobas luchan
contra la posibilidad de que un niño o una niña pueda tener reconocidos dos padres
o dos madres. No se trata del bien del menor, créanme que los menores viven sanos
y felices, se trata de proteger su discurso de odio. Sin embargo, la sociedad defendiendo
todavía sus principios heteropatriarcales, juega a ser inclusiva y progresista cuando por ejemplo dice que los hijos e hijas de las familias lgtbi son
tratados de la misma manera que el resto en las escuelas, pero en realidad los
discrimina al no incluir su modelo familiar o la diversidad afectivo sexual
desde la educación infantil. Se podría hacer todo un estudio de la resistencia
que los centros educativos, que tanto hablan de inclusión, ofrecen para cambiar simplemente
sus formularios de inscripción. En la inmensa mayoría se pregunta: nombre del
padre y nombre de la madre. Para el resto de familias, un inmenso silencio.
Esta
mañana leía en el evangelio de Marcos que Juan el Bautista gritaba desde el
desierto: “Preparad el camino del Señor. ¡Enderezad
sus sendas![2]”,
anunciando la irrupción inminente del enviado de Dios. Y pienso que la actitud del precursor del Mesías tiene mucho que
enseñarnos a las personas lgtbi. Estamos acostumbrados al silencio, hemos
vivido siempre con él, pero necesitamos gritar. Decir con claridad qué sentimos,
quienes somos, que nos hace felices o infelices, cuáles son nuestros sueños y
miedos, o que nuestros derechos y el de nuestras familias deben ser respetados.
Preparar el camino del Señor es hacer que nuestros gritos consigan que otras
personas ya no necesiten vivir entre silencios. Enderezar sus sendas es trabajar
para que la salvación se haga presente. Y la salvación, no se entiende en el
evangelio como una vida tras la muerte, o una elevación del espíritu al cielo,
la salvación es vida en abundancia, vida plena. Con nuestras pequeñas victorias
sobre el silencio que la heteronormatividad ha querido imponernos, preparamos
el camino del Señor… En la medida en que nos vamos liberando de tanta opresión,
que enderezamos la senda de nuestras vidas, reconocemos al Mesías de Dios actuando
en ellas. El silencio puede parecer a corto plazo algo beneficioso, pero
inevitablemente nos aleja de la vida. El Mesías irrumpe tras el grito, tras la
llamada al arrepentimiento por tanta cobardía a veces, y tras purificarnos y
empezar de nuevo, dejando el silencio en el fondo del Jordán.
Venimos
del silencio, pero “d’un silenci que
romprà la gent que ara vol ser lliure i que estima la vida, que exigeix les
coses que li han negat” (de un silencio que romperá la gente que ahora
quiere ser libre y que ama la vida, que exige las cosas que le han negado).
Carlos Osma
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