Fe, esperanza y amor


Tengo un enorme respeto por la forma con la que cualquier persona intenta dar sentido, justificar, o simplemente asumir, la perdida de uno de sus seres queridos. Esta semana, mis hermanas, mis hermanos y yo, hemos recibido el cariño de amistades y familiares que querían consolarnos por la perdida de nuestra madre. Me quedo con sus palabras de consuelo, pero sobre todo con el amor que nos han querido transmitir. Sin embargo, si en algún momento durante estos cuatro meses desde que a mi madre se le detectó un cáncer terminal, yo hubiera sentido que Dios tenía algo que ver con su enfermedad; hubiera pedido la fe. A mi madre no se la ha llevado Dios, se la ha llevado el cáncer, una enfermedad que gracias a los avances en la investigación mucha gente puede superar, pero que lamentablemente para ella ha sido imposible.
 
Hace unas semanas, cuando mi madre ya se encontraba en un estado muy avanzado de la enfermedad leí en el País un artículo de Lola Sampedro que ponía palabras a algunos de mis sentimientos y a la experiencia que hemos vivido: “sufrir una enfermedad no es ninguna heroicidad, es una putada muy gorda” o “si en las luchas hay ganadores -los que superan y sobreviven- hay que entender entonces que los que mueren son perdedores. Y eso, nunca”. Agradezco a Lola Sampedro su artículo, aunque a día de hoy no puedo ver la muerte de mi madre como algo distinto a una pérdida. Ella ha perdido su vida, y nosotros la hemos perdido a ella. Sin embargo todavía me siento identificado con la palabra que según el artículo definía la experiencia de toda persona con cáncer: lucha.

No creo que la sangre defina quien es nuestra familia, el amor es la base que genera y sostiene los lazos familiares. Y por eso mi madre es mi madre. Sé que podría empezar a decir palabras sobre ella que suenan a frases hechas, a tópicos que siempre se utilizan en estos momentos. Pero en mi caso, y podría no haber sido así, mi madre es la mejor persona que he conocido nunca. Una persona alegre, con ganas de vivir, con una gran empatía hacia los demás, que intentaba tender puentes en los conflictos, y a la que era muy fácil coger cariño. “Tenéis que dar gracias por haber tenido como madre a una persona tan especial”, fue una de las frases que más escuchamos mis hermanos y yo en su ceremonia de despedida, pero quizás por eso, porque era una persona especial, es tan difícil seguir viviendo sin ella.

Era una mujer con una profunda fe en Dios que en estos cuatro meses tuvo que poner a prueba. En una de nuestras conversaciones le dije que si veía a Dios le dijese que estaba muy enfadado, ella me miró y me dijo que ella también lo estaba. En otra ocasión cuando estábamos todos sus hijos a su alrededor, nos pidió que nos cogiéramos de las manos y hizo una oración dando gracias a Dios por nosotros y pidiéndole que nos cuidase. Y es que mi madre era una persona que nos transmitía con mucha naturalidad su fe, una fe que va más allá de dogmas, y que tiene que ver con la vida cotidiana, con un Dios cercano que se preocupa por nuestro dolor, y por el dolor de las personas que tenemos cerca. Y el Dios de mi madre, más que estar llevándosela junto a Él, estaba con ella y con nosotros sufriendo una terrible injusticia.

Cuando un día te levantas, vas al médico y te dicen de pronto que te quedan tres meses de vida, es evidente que la esperanza no juega a tu favor. Esa fue en resumidas cuentas la experiencia de mi madre, sin embargo ella intentó mantener la esperanza hasta el final, luchar contra los impedimentos que poco a poco iban apareciendo. Llevar la medicación a raja tabla, comer lo más sano posible, andar, empujar la silla de ruedas, sentarse en ella, comer, mantener abiertos los ojos... luchar cada día por vivir un poco más, mantener la esperanza. Sin embargo cuando la enfermedad se va imponiendo, y de una forma tan rápida e inhumana, es imposible ser fuerte siempre. Y la desesperanza, como la muerte, la esperaron en sus últimos días mientras le cogíamos de las manos e intentaba sonreírnos. Es absurdo intentar hacer parecer bonito lo que es terrible, y pedirle a una persona que sea una superhéroina. Mi madre no lo era, ella siempre fue muy humana.

Más que la fe, y que la esperanza, el amor ha sido el motor que ha justificado siempre el comportamiento de mi madre. El día de su entierro, mientras estaba sentado en el banco escuchando al pastor hablando sobre un Dios y un evangelio que yo no reconozco, cerré los ojos y recordé el día en el que mi madre enfrentándose a todo su entorno, e incluso a sus propias creencias, se sentó junto a mí, en el banco de una iglesia, el día en el que me casé con mi marido. Quien no conozca el entorno en el que se mueve mi madre, y las presiones que sufrió, no puede entender el amor tan grande que le movió a hacer eso. En otra ocasión, en uno de sus últimos días de vida, cuando no podía hablar y tenía los ojos cerrados, se le acercó su nieto de dos años y la llamó: “abuelita”. Ella hizo un esfuerzo sobrehumano, abrió los ojos y dijo una de sus últimas palabras: “¿qué quieres cariño?”. Y es que por amor, mi madre era capaz de hacerlo todo. Esa fue su forma de vida.

Era una persona tan joven y con tanta vida. Soy incapaz de encontrar una razón, salvo el azar, y la crueldad del mundo en el que vivimos. La muerte, no puede ser la voluntad de Dios, y no encuentro suficiente consuelo en un más allá. Yo tengo consuelos más humanos, como una llamada de teléfono, un abrazo, o incluso un enfado. Teníamos tantas cosas por hacer juntos.

Tú decías que ibas a encontrarte con tu madre, tu padre y tu marido, ojalá sea cierto y seas feliz con ellos. Gracias por esta vida juntos que se nos ha hecho tan corta. Ama, te quiero.



Carlos Osma



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