Una lectura gay del Apocalipsis (I)
Cartas a las siete Iglesias. (Ap 2,1-3,22)
El libro del Apocalipsis, escrito
a finales del siglo I d.C. cuando Domiciano era emperador del Imperio Romano,
comienza situándonos en la isla de Patmos, un peñasco marino cerca de Éfeso
donde los romanos desterraban a disidentes y rebeldes. Desde allí el profeta y
visionario Juan insta a los cristianos
perseguidos en Asia Menor a no darse por vencidos y critica duramente a quienes
han decidido seguir el camino fácil de la colaboración con Roma.
En las cartas a las siete
iglesias, con las que comienza su obra, Juan anima a los cristianos a no
participar de las comidas que tenían lugar en las ciudades durante las fiestas
de la “divinidad” de Roma. La razón era que en ellas se servía carne
sacrificada a los ídolos y quienes participaban lo hacían para mostrar su
fidelidad al Imperio Romano. Los cristianos debían ser fieles a Jesucristo,
pero si no participaban en estas comidas, se arriesgaban a ser marginados o ser
vistos como enemigos del orden público. Juan sin embargo lo ve claro, los
cristianos que toman parte de esta “anti-eucaristía” están renegando de
Dios y se prostituyen con la gran ramera.
No todos los cristianos
compartían la visión de Juan, algunos de ellos entendían el cristianismo en
clave de fidelidad interior, más que como una batalla contra Roma. Los ídolos
romanos no tenían ningún poder, así que no había ningún problema en tomar parte
en las comidas y fiestas romanas. De esta manera podían seguir a Jesús y al
mismo tiempo no se alejaban de los modos y las costumbres del resto de
ciudadanos romanos. En el fondo lo que pretendían era convertir el seguimiento
de Cristo en algo íntimo y personal, eludiendo la dimensión pública y social
que tiene el evangelio[1].
Para intentar aproximar el
mensaje del Apocalipsis a nuestra experiencia como personas lgtb, es importante
preguntarse cuáles son los poderes que pretenden controlarnos y dominarnos. Y
si hay uno que destaca sobre los demás, y que podemos identificar como nuestra
Bestia apocalíptica, es el poder que asigna a cada sexo un género e intenta
imponernos la
heteronormatividad. En cada lugar y rincón de la sociedad en
la que vivimos se levanta una imagen de oro y piedras preciosas a la que llaman
“normalidad”, y que nos recuerda cual es el modelo que quiere este
Imperio. Aunque se vende como una imagen de bien y felicidad, cada día recibe
como sacrificio la sangre de sus víctimas.
Situarnos en la Isla de Patmos,
con el exiliado Juan, o en medio de aquellas comunidades donde se disputaba
entre mantenerse fiel a Jesús o al Imperio, es complicado. Nuestra experiencia
suele contener matices y ambigüedades, por lo que en ocasiones vivimos en
Patmos, pagando el precio de la disidencia, y en otras nos descubrimos participando
de los banquetes de la
Bestia. Deseamos comer, compartir, crear comunidad y ser
aceptados a toda costa, y no nos importa negarnos externamente si con ello lo
logramos. Nuestro género, orientación, o identidad sexual es algo personal, que
no tiene que ir gritándose a los cuatro vientos, es mejor la espiritualización
e invisibilización, que pagar el precio de la marginación que en más de una
ocasión hemos sufrido. Ese es el pacto con la Bestia, vivir nuestra “anormalidad”
en la intimidad, para que su poder siga sin ser cuestionado y se refuerce día a
día.
Las disidencias que tiene que ver
únicamente con la orientación sexual tienen una mayor aceptación social, puesto
que por sí mismas no cuestionan al poder establecido. Son transgresiones
fácilmente confinables en el ámbito personal. Allí pueden vivir durante años, o
incluso una vida entera, sin que nadie más se percate de su existencia. O por
el contrario, pueden ocupar la esfera pública, siendo aceptadas como relaciones
de segunda, a cambio de no tocar pilares básicos del Imperio, como son la
superioridad del macho, la visión biologicista de la familia, o el matrimonio
entendido como la unión entre dos seres desiguales: un hombre y una mujer.
Todas las estructuras que
defienden estos posicionamientos están al servicio de la Bestia, pero el
Apocalipsis nos anima a resistir ante ellas, a ser personas gays en todos los
ámbitos de nuestra vida, en los privados y en los públicos. Y a serlo no
pactando con el poder de la heternormatividad, sino con el de la libertad, la
diversidad y el amor que representa para nosotros el mensajero de Dios,
Jesucristo.
Quienes cuestionan la relación
unívoca entre cuerpo e identidad sexual lo tienen mucho más complicado, puesto
que son percibidos inmediatamente como un peligro. A pesar de las enormes
dificultades con las que se enfrentan desde la niñez, tienen la posibilidad de
pactar con la Bestia a cambio de hacer una reasignación de sexo que subsane la
“disonacia” que les ha sido impuesta. No hablamos aquí del derecho de toda
persona a modelar su cuerpo como quiera, sino del poder que les “obliga”
a hacerlo de una forma determinada. El engaño final consiste en que, con o sin
reasignación, siguen sintiendo la fuerza que les empuja hacia la marginalidad. Su
pecado es, en ambos casos, imperdonable.
Juan les llama a resistirse al
poder que les oprime. Y esto sólo pueden hacerlo entendiendo la relación entre
cuerpo e identidad sexual de manera creativa. Su manera de desenmascarar a la
Bestia es mostrando como cada cuerpo puede ser vivido y reinterpretado de
formas infinitas. Juan les invitaría hoy a no tomar parte de las comidas que
ayudan a socializarse a los buenos ciudadanos del Imperio, sino de aquella
comida que recuerda a quien se atrevió a redefinir la relación entre cuerpo y
esperanza mesiánica de una manera nueva y salvífica: como desprendimiento,
entrega y esperanza de salvación en el Dios que promete una creación nueva que
romperá los límites de las estructuras que nos son impuestas.
Por último nos encontramos con
las personas que se sienten a gusto con el género que se les ha asignado, pero
cuyo comportamiento desborda los límites aceptables para el Imperio. Es el
llamado delito de género. Sorprende como esta fuerza opresiva se ha convertido
en una de las más fuertes incluso dentro de las comunidades gays. La propia
sociedad gay, que levanta la bandera de la diversidad, sitúa en una esfera
superior a las personas que son fieles al rol del género establecido. Es quizás
su manera de pedir perdón a la Bestia, una forma de pactar con ella para ser
aceptados. Sin embargo esta manera de prostitución no deja de ser ridícula y
absurda, sobre todo cuando uno ve los enormes esfuerzos que muchos tienen que
hacer para conseguirlo. Aunque quizás lo más triste es que con dicho comportamiento
no sólo se refuerza el poder opresivo, sino que se colabora en el sufrimiento
de las víctimas.
Los gritos del profeta nos llaman
hoy al arrepentimiento, y nos advierten de las consecuencias de la prostitución
en la que hemos caído muchas personas gays. Pero también animan, acompañan y
reconfortan a quienes no se conforman con ser mujeres u hombres que siguen los
dictados del género aceptados en nuestra sociedad. Ellas no son tibias, por lo
que siempre permanecerán en la boca de Dios. Aquella que, con sólo unas
palabras, dio origen a todo lo creado. Por eso allí, desde la boca de Dios,
desde sus labios, colaboran activamente en la aparición de nuevas palabras, de
nuevas creaciones y posibilidades para el género humano. La luz que desprenden,
no debe ser apagada ni escondida, sino puesta en un lugar desde donde se pueda
denunciar el engaño de la Bestia.
Las últimas palabras de Jesús,
que transmite a las siete iglesias a través del profeta Juan, las dirige a la
iglesia de Laodicea. Unas palabras que siguen siendo actuales y que podemos
meditar a partir de nuestra experiencia como personas lgtb:
“Yo reprendo y
castigo a los que amo. Ten, pues celo y conviértete.
Mira que estoy
junto a la puerta y llamo.
Si alguno oye mi
voz y abre la puerta,
entraré junto a
él, y cenaré con él y él conmigo.
Al vencedor lo
sentaré conmigo en el trono, como también he vencido
y me he sentado
con mi Padre, en su trono.
El que tenga
oídos, que escuche lo que El Espíritu dice a las iglesias[2]”.
Carlos Osma
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